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Debate climático
¿Porqué se niega el cambio climático?

¿Porqué se niega el cambio climático?

Federico Velázquez de Castro González

Cuando se asistía a clases de religión en épocas pasadas, solía decirse que se daban dos clases de ateos: los teóricos y los prácticos. Los primeros, que razonaban contra la existencia de Dios, eran escasos; los segundos, que sin negar ni afirmar nada, vivían como si no existiese, eran mayoría. Mutatis mutandis, un planteamiento similar podría esbozarse para los negacionistas del cambio climático.

            Afortunadamente, el negacionismo teórico ha ido descendiendo en consonancia con las evidencias y el respaldo de la comunidad científica. El tema ha dejado de ser opinable, y la sociedad, en todos los sectores, lo admite y lo observa con cierta preocupación. Negarlo es ya similar a considerar que el sol se mueve alrededor de la Tierra o que ésta es plana. No obstante, puede haber aspectos confusos que deben aclararse en aras de una, cada vez mejor, comprensión del fenómeno.

            Así, por ejemplo, hay quien afirma que no existe cambio climático, sino variabilidad natural del tiempo. O quien confunde meteorología y clima. Si estas objeciones se formulan razonadamente, no resultará difícil contrastar los datos que permitan entender lo que sucede (en relación a los ciclos solares, evolución del efecto invernadero…). Mas, en general, las opiniones negacionistas suelen proceder de prejuicios ideológicos y, por tanto, difíciles de convencer. Algunos sectores conservadores afirmaban, años atrás, que el cambio climático resultaba ser la bandera que la izquierda había tomado como instrumento de combate contra el sistema (tras haber perdido los convencionales), y este pensamiento continúa en los sectores citados, nada proclives a la puesta en práctica de verdaderas medidas para controlarlo. Con tales planteamientos suele ser inútil debatir, más bien debe esperarse a que la realidad, con su contundencia, vaya modificándolos, evitando malgastar tiempo y energía.

            También se da el caso de reconocer anomalías climáticas, negando que sea el ser humano el que está detrás de ellas. En este sentido, los informes del IPCC han ido mostrando, cada vez con más certeza nuestra responsabilidad; ya en el año 2009, Doran y Zimmerman concluyeron que el 97% de los investigadores afirmaban que la actividad humana era la causa más importante de dichas alteraciones.

            Más preocupan los negacionistas prácticos. Posiblemente no cuestionen el hecho en sí, pero no incorporan ningún hábito en su vida cotidiana orientado a reducir su incidencia. En esta línea van los mensajes conservadores que proclaman “libertad” (qué paradoja), entendiendo por tal, vivir sin limitaciones, rebelándose contra quien venga a sugerir el control del termostato de la vivienda, la reducción en el uso del vehículo particular, la revisión del tipo de alimentación o los hábitos de consumo. La libertad no puede entenderse sin responsabilidad, de modo que, por poner un ejemplo, el buen conductor no es quien sale a correr sin freno por la autovía, sino el que piensa en el bien de los demás y de él mismo. Hoy la libertad debe emplearse en saber responder a los nuevos desafíos más que el aferrarse a caprichos adolescentes.

            En los impactos ambientales actuales, el ciudadano (en especial el de los países desarrollados) es, a la vez, víctima y verdugo. Probablemente acepte que su conducta, si está orientada a prácticas consumistas, es generadora de daños, incluso sentirá que sufre los efectos de la contaminación en todas sus manifestaciones, pero como sus consecuencias no son siempre inmediatas y su conducta le resulta placentera, no pone los medios para reducir su impacto, más allá de iniciativas sencillas (e insuficientes) como reciclar o cerrar los grifos. Ciertamente, escaparse del sistema es difícil, mas hay posibilidad de actuar eficazmente, bien sabido que no toda la carga recae sobre las actitudes individuales.

            ¿Cómo acrecentar el compromiso personal? Hay impedimentos que conviene tener presentes. El primero es la “ecofatiga”, esto es, el dejar de prestar atención a las informaciones ambientales, tanto por su insistencia como por arrastrar mensajes de catástrofe. Para evitarlo, los medios deberían añadir notas de esperanza en los desastres, invitando, además, a los ciudadanos a implicarse en las soluciones.

Puede también pensarse en la inutilidad de la acción personal: ¿de qué sirve lo que yo hago si los demás no lo hacen? O “mi aportación es una gota de agua en el océano”. Aquí debe acudirse a la ética como razón y fundamento: Actúo según mis principios, sin esperar resultados ni la aprobación de los demás.

Puede, finalmente, ocurrir que no se sepa qué comportamiento es más pro-ambiental, más eficaz. Para ello, la educación debe jugar una importante función para niños y adultos a través de todos los medios, haciéndoles ver la parte de responsabilidad que les corresponde y cómo lo que mejora el ambiente, mejora la salud, la economía y el bienestar (y garantiza el futuro). Evitando el agobio inútil del que siente sobre él el peso de todos los cambios. Estamos ante una tarea compartida que debe asumirse con ilusión y esperanza, porque se hace lo debido en función de las posibilidades personales, familiares, municipales, etc.

            El papel de los buenos ejemplos es imprescindible. Estudios sociológicos han demostrado que no aparecen basuras donde previamente no las había (y al revés). Y que, cuando al entrar en una dependencia hallamos la luz apagada, se tiende a dejarla igual que se encontró. Se trata, por tanto, de crear una cadena de buenas conductas que vayan formando cultura ambiental. En momentos de incertidumbre y crisis se buscan referencias, y aunque la proporción de ciudadanos comprometidos no sea muy elevada, puede resultar suficiente para estimular el comportamiento de la mayoría.

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