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¿Por qué debemos reducir el consumo de carne?

¿Por qué debemos reducir el consumo de carne?

Por: Federico Velázquez de Castro González

            Como ocurre con otros tantos recursos, el consumo de carne ha crecido exponencialmente en los últimos cincuenta años, llegándose a multiplicar por cinco. En los países industrializados supera actualmente los 80 kilogramos por habitante y año. Y de la misma forma que con el resto de los recursos, su distribución es muy desigual, siendo los habitantes de los países ricos sus principales consumidores. Aunque la mayor parte de la población aún no lo relacione, tras este aumento se encuentra una fuerte presión sobre la disponibilidad de terreno, agua, consumo de fertilizantes, fitosanitarios, energía, emisión de residuos nitrogenados y gases de efecto invernadero.

Hay cuatro razones por las que puede ser conveniente plantear un cambio en nuestra alimentación, que reduzca el consumo de carne en nuestra dieta: por nuestra propia salud, para evitar daños innecesarios a los animales, para proteger el medio ambiente y por justicia social. Las personas vegetarianas y los defensores de los animales han comprendido bien el interés de prescindir de la alimentación carnívora, sin embargo, buena parte de quienes tienen sensibilidad ambiental o social no parecen relacionar aún los hábitos nutritivos con la preservación del medio. En los numerosos cuadernos de buenas prácticas en los que se recogen consejos útiles en relación con la vivienda, el transporte, la oficina, etc., no suele aparecer este apartado, que resulta ser tan importante como los demás (pensemos, asimismo, en el interés de consumir productos locales, procedentes de la agricultura ecológica, no modificados genéticamente, etc.). Veremos los aspectos mencionados a continuación.

Nuestra salud

            La relación inversa del consumo de carne con la salud ha sido frecuentemente estudiada y desde aquí no podemos sino confirmarla. La alimentación animal es rica en proteínas y si bien este principio es indispensable para nuestros organismos, su exceso perjudica, pues, tras su metabolismo, queda como resto el ácido úrico y otros productos degradados cuyo exceso puede ocasionar enfermedades degenerativas. La carne es también rica en grasas saturadas, compuestos que están detrás de la mayor parte de las enfermedades “de la civilización”, incluidas las enfermedades coronarias y diferentes tipos de cáncer. Además, al ingerir carne estamos introduciendo en nuestro organismo todos los productos de descomposición animal –de naturaleza aminada- sus exudados y restos del metabolismo, los productos químicos con que son tratados (en donde han figurado hormonas y antibióticos)…, por lo que un consumo excesivo no hace sino agravar los riesgos comentados.

            Al encontrarse, además, el ser humano en la cúspide de la pirámide alimentaria, los diferentes agentes químicos empleados desde la agricultura van trasmitiéndose y concentrándose en las etapas superiores, mostrando sus mayores valores en los animales, lo que debe añadirse a los productos que se les aplican directamente y en donde las grasas y las vísceras representarán las formas finales de alimento más perjudiciales.

            En España ingerimos 300 gramos diarios de carne, lo que supone rebasar el consumo de proteína animal recomendado por la Organización Mundial de la Salud: con 100 gramos de carne se satisfacen entre un 30 y un 60% de las necesidades proteicas diarias. La introducción de dietas foráneas y de comida rápida puede estar detrás de este exceso, contribuyendo también a extender, especialmente entre niños y jóvenes, productos desnaturalizados y desequilibrados nutricionalmente.

            Ninguna propuesta sólida de mejorar la salud mediante la dieta incluirá la recomendación de tomar habitualmente carne, antes al contrario, todo lo que reduzca su consumo será saludable. Y no deben temerse estados carenciales, pues lo que las carnes ofrecen de alto valor biológico (las proteínas y la vitamina B 12), puede ser perfectamente sustituido por el pescado (sometido también a presiones ambientales, propias quizás de otro artículo), lácteos, huevos y combinaciones adecuadas de proteínas vegetales (cereales y leguminosas). El resto de los nutrientes (grasas, vitaminas, minerales) puede encontrarse preferentemente en otros alimentos, como aceites (preferentemente de oliva), cereales, frutas u hortalizas.

El bienestar animal

            Igualmente importante es la consideración del bienestar animal, asignatura pendiente de las sociedades occidentales; a ese respecto, Gandhi nos dice: La grandeza de una nación y su progreso moral se puede juzgar por el modo en que son tratados sus animales. La vida animal comparte con nosotros el planeta y tiene el derecho “per se” a la existencia en condiciones de dignidad y libertad. Al ser humano, como única especie capaz de pensamiento organizado, cabe el favorecer esas condiciones y comportarse como hermano mayor de la creación, con amor y cuidado hacia todos los organismos.

            Hoy que sabemos que la alimentación animal no es imprescindible, es el momento de cuestionar las granjas y establos en las que vacas, cerdos o pollos viven hacinados, sin otro objeto que, reducidos a la función de máquina, comer para producir. Además de vivir en condiciones intensivas, con más o menos crueldad dependiendo del tipo de explotación o del país de origen, se les modificará la alimentación para aumentar la producción, se les someterá a tratamientos químicos o farmacológicos para buscar el engorde, el color o la textura, y sufrirán condiciones forzadas para que se favorezca la productividad, como la iluminación permanente. El hacinamiento también se produce en el transporte hacia el matadero, que en muchas de sus manifestaciones (desde la matanza doméstica hasta la industrial) representarán formas de crueldad.

La falta de espacio puede provocar que las vacas y cerdos tengan serias dificultades para parir, el movimiento sea casi imposible y las gallinas apenas puedan mover las alas. Las crías suelen ser separadas enseguida de sus madres y se las somete a diferentes mutilaciones (en pico, dientes, cuernos o cola) para incrementar la producción.

            Algo se rebaja en la dignidad humana cuando nos convertimos en matarifes y hacemos de otras formas vivas objeto de explotación. Y algo nos hace igualmente más libres y más dignos cuando favorecemos la vida de otras especies. Pero, además, aquí también comienzan a producirse impactos ambientales. El ganado estabulado es un emisor de metano, segundo gas más importante en la formación del efecto invernadero. Con un tiempo de residencia en la atmósfera de 10 años y un crecimiento anual del 1%, es 20 veces más potente que el dióxido de carbono y contribuye con el 16% al calentamiento global. Como ejemplo, se estima que una vaca emite, por término medio, 200 gramos de metano al día.

            Las granjas productoras son, asimismo, focos emisores de purines y, en general, de aguas residuales con una fuerte carga orgánica, que deberán ser depuradas adecuadamente para evitar la contaminación de los cursos de agua. Sus emisiones, ricas en nutrientes, como nitrógeno y fósforo, pueden eutrofizar ríos y lagos, pues no olvidemos que nos estamos refiriendo a granjas en donde pueden llegar a habitar –como en ciertas regiones de los Estados Unidos- cientos de miles de individuos.

El medio ambiente

            Además de lo que acabamos de comentar, puede también afirmarse que existe demasiado ganado en el mundo. Los animales domésticos destinados a la alimentación humana se acercan a 18.000 millones, es decir, alrededor de tres por cada habitante. A ellos se les destina el 30% de la superficie agraria total, y algo más del 50% de la superficie agraria del planeta.

Como consecuencia, el consumo de carne tiene importantes impactos ambientales. Uno  de ellos es la deforestación de grandes áreas de terreno, especialmente en América Latina, para convertirlas en pastos de un ganado cuya carne será exportada a las voraces sociedades desarrolladas. En la Amazonia, el área quemada y deforestada entre 2002 y 2003 superó los 25.000 kilómetros cuadrados y la cabaña de ganado vacuno pasó de 26 millones en 1990 a 57 millones en 2002. En Centroamérica, el 40% de las selvas tropicales han sido taladas o quemadas en los últimos 40 años para convertirlas, principalmente, en pastos.

El caso más extremo es el de Costa Rica, donde la producción cárnica creció en un 92% mientras el consumo interno cayó en un 26%. El destino será la exportación al mercado norteamericano y, especialmente, sus hamburgueserías.

            Lo cuestionable de estas malas prácticas es que si las superficies mencionadas se dedicaran al cultivo de proteínas vegetales, el rendimiento nutritivo aumentaría en un 90% y se dispondría de una gran reserva nutritiva para alimentar a una población creciente. De lo contrario, un consumo exponencial de carne llevaría a una insostenible presión sobre las áreas forestales y los bosques.

            El ganado es, asimismo, un gran consumidor de agua, y parece que el agua dulce comienza a ser un recurso irregular y escaso que sufre una gran presión por parte de las dietas carnívoras. Richard Schwartz calculaba para los Estados Unidos que, mientras que para una persona que tomara una dieta basada en carne y en la agricultura intensiva le correspondería un consumo de 16.000 litros de agua por día (incluidas las necesidades de la agricultura y ganadería), una persona de dieta vegetariana y de agricultura ecológica le correspondería sólo 1.100 litros diarios. Si contrastamos estos estudios con los de John Robbins en los que una ducha diaria de 7 minutos (a razón de 8 litros de agua por minuto) consume 19.300 litros de agua al año y la producción de un kilo de carne de res alcanza los 20.515 litros, el mensaje parece claro: si queremos reducir el consumo de agua, debemos reducir también el consumo de carne.

            No todas las carnes requieren el mismo consumo de agua: la producción de un kilo de ternera requiere 15 y 20.000 litros, la de un kilo de cordero, 10.000 litros y la de un kilo de pollo, 6.000 litros. Compárese con las exigencias de un kilo de maíz (1.500 litros) o un kilo de patatas (160 litros).

            Esta reflexión puede resultar de interés para España, cuya zona mediterránea y meridional se verá afectada severamente por el cambio climático mediante sequías cada vez más prolongadas. Frecuentemente se quiere descargar la responsabilidad en el ciudadano diciéndole: cierre los grifos cuando se afeite o cepille los dientes, cambie el baño por la ducha…, prácticas positivas pero que no alcanzan más allá de un ahorro del 2% en el consumo global del agua, entre otras razones porque la gran consumidora en España es la agricultura, con un 80%, y en donde deben producirse los principales cambios para hacerla más sostenible y eficiente. Aun así, el ciudadano puede reducir más su consumo de agua disminuyendo su consumo de bienes, pues detrás de cada uno hay también agua y energía. Y entre estos bienes, como se ha visto, jugará un papel importante la reducción de carne en nuestra dieta.

Justicia Social

En los planteamientos de justicia y sostenibilidad para el mundo, especialmente para los países en desarrollo, las dietas basadas en carne constituyen un obstáculo más: según el informe de Naciones Unidas del año 2004, una ración de harina requiere 55 litros de agua, mientras que para producir 100 gramos de carne se requieren 2.000. Teniendo en cuenta la escasez de agua en muchas zonas rurales, promover dietas basadas en carne puede contribuir a esquilmar los limitados recursos hídricos, desviándolos de otras aplicaciones más inmediatas.

            Se ha afirmado, con toda razón, que el problema del hambre en el mundo no es cuestión de falta de alimentos, sino de la ausencia de una adecuada gestión y distribución. Mas, poco avanzaremos si destinamos las tierras más fértiles a producir pastos y cereales para el ganado. Además de un verdadero derroche de energía y recursos, estaremos empeorando las condiciones para los más desfavorecidos de la Tierra, pues no olvidemos que el consumo de carne continúa siendo cosa de ricos: mientras que un norteamericano alcanza los 132 kilogramos anuales, un indostano se queda en dos. La alimentación mundial puede ponerse en peligro si, como ocurre en Estados Unidos, el 70% de los cereales y la soja se destinan a la alimentación animal.

            Para alimentar el ganado que existe en el mundo se requiere una cantidad de comida equivalente a la que necesitarían 8.700 millones de personas. Por tanto, si el grano destinado a los animales fuera, rigurosamente seleccionado, hacia la alimentación humana, el hambre podría desaparecer. El ganado ha demostrado ser un ineficiente transformador bioquímico en el que para la obtención de un kilogramo de carne se requiere que la vaca ingiera dos kilos de proteína.

            Como ejemplo, una tercera parte de la cosecha africana de cacahuetes –que presenta una significativa concentración de proteínas- va a parar a los estómagos de reses y pollos de los países desarrollados. Y a través de los productos oleaginosos y de las harinas de pescado, los países occidentales reciben del mundo en desarrollo un millón de toneladas de proteínas más de los que aquéllos le entregan en forma de cereales.

La producción de carne consume, además, cantidades importantes de energía. Para verlo con más detalle, no hay sino que seguir el “ciclo de vida”, desde la energía invertida en la producción de los abonos hasta el transporte final, en muchos casos a miles de kilómetros de los países de origen. Algunos estudios apuntan a que son necesarios 8 litros de gasolina para producir un kilo de carne de res. David Pimentel, de la Cornell University, calcula que se requieren 28 calorías de energía de combustibles fósiles para producir una caloría de proteína de carne para consumo humano, mientras que sólo son necesarias 3,3 calorías de combustibles fósiles para producir una caloría de cereales.

Estos datos se hacen más evidentes en la comida rápida: se emplea más energía en elaborar una hamburguesa que las calorías que proporciona su carne, concretamente 400 frente a 8.000, obtenidas, por cierto, de los combustibles fósiles.

            Comentemos finalmente el daño a la biodiversidad que acarrean estas conversiones de bosques en pastos, así como sus accesos, carreteras y edificaciones que supondrán un impacto sobre zonas vulnerables y en las que, como los bosques tropicales, se encuentra el mayor número de especies del planeta.

            En síntesis, tanto por razones de salud y solidaridad, como de respeto al bienestar animal y protección de un medio cada vez más degradado, deberíamos seriamente plantearnos reducir (e incluso eliminar) nuestro consumo de carne en la dieta. Es un aspecto importante y urgente para toda persona preocupada por la justicia, el desarrollo, la diversidad y la vida, para toda persona de buena voluntad, en suma.

Referencias:

Araújo, J.: Locos por la carne. El País, 3 – IV – 1996.

Cohn, P.: ¿Por qué preocuparnos por los derechos de los animales? Daphnia, 40, 2006.

Moore, F.: La dieta ecológica. Integral, 1988

Pickett, H.: La cría intensiva de animales. CIWF Trust, 2004.

Santamarta, J.: Comer carne, ¿es sostenible? Natural, 59, 2006.

Velázquez de Castro, F.: Salud, educación en valores y compromiso ambiental. Ediciones I, 2017.

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