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LA ADAPTACIÓN AL CAMBIO CLIMÁTICO

LA ADAPTACIÓN AL CAMBIO CLIMÁTICO

Por: Federico Velázquez de Castro

 

Sabida es la gravedad de la crisis climática y su evolución exponencial, lo que requiere medidas urgentes de mitigación, especialmente en el ámbito energético, aunque no sea el único. Si el cambio climático constituye ya una realidad, en ningún modo debe suponer resignación pasiva, pues las consecuencias pueden ser muy diferentes si la temperatura asciende 1,5ºC, como sucedió en 2024, a que supongan 2,3 o más grados, lo que generaría escenarios de gran incertidumbre. La implicación de todas las áreas, desde la personal a la internacional continúa siendo imprescindible.

 

Junto a la mitigación, la otra gran estrategia es la adaptación y para ello sugerimos algunos ámbitos que deben transformarse, en orden a que los efectos climáticos se amortigüen.

 

El primero de ellos es el laboral, asegurando entornos sanos que reduzcan los efectos de las temperaturas elevadas, con horarios razonables, zonas de recuperación y descanso y disponibilidad de líquidos. El desafío es grande, pues según la Organización Internacional del Trabajo, 2.400 millones de personas en el mundo se encuentran expuestas al calor en el ámbito laboral. Las patronales y los sindicatos, junto con la Inspección tienen una gran responsabilidad en la vigilancia de tajos y empresas para garantizar la necesaria protección de los trabajadores.

 

Seguidamente, los Centros escolares. Debe garantizarse una temperatura adecuada en interiores para facilitar las actividades docentes, y en cuanto al exterior es una razón más para naturalizar los patios. Ya hubo acuerdo sobre lo poco didáctico que resultan las superficies de cemento y cómo convendría transformarlas para hacerlas más amigables y cercanas. Una de las opciones es el arbolado, acompañado de otros recursos como huertos o viveros, lo que contribuye a mejorar el ambiente de estudio y de recreo. Si se realiza dentro de un contexto de transformación global (Ecoescuelas) aportará una visión más ecológica e integradora.

 

En el ámbito municipal, la primera medida es la información. Con el aumento de temperatura, la contaminación aumenta, pues no olvidemos que comprende diferentes procesos químicos, la mayor parte activados por la temperatura. Destaca un contaminante primaveral y estival, como es el ozono troposférico, parte de un proceso fotoquímico en el que intervienen alrededor de 300 reacciones activadas por la temperatura y por la luz. La combinación de calor y contaminación por ozono eleva la mortalidad, especialmente en los grupos de población vulnerable, que pueden protegerse siguiendo las indicaciones recomendadas de evitar la exposición a exteriores en determinadas horas del día, prescindir de ejercicios físicos intensos, etc. El ozono y otros contaminantes tienen marcados en la legislación Umbrales de información y de alerta, y ante ellos no debe esperarse a que se superen, sino anticiparse cuando se detecten tendencias ascendentes, pues no todas las personas responden de la misma forma ante los estímulos externos. La coordinación entre las administraciones y la premura en actuar pueden salvar vidas y reducir ingresos hospitalarios.

 

Recordemos que los grupos de población vulnerable lo comprenden niños, ancianos, personas con enfermedades crónicas, laboralmente expuestas y mujeres embarazadas.

 

Asimismo, son importantes en las ciudades los refugios climáticos, especialmente pensando en las personas sin hogar que viven en la intemperie. Si albergues y otras dependencias ayudan a protegerse del frío, también deben habilitarse instalaciones que lo hagan

del calor extremo. Los espacios de sombra, fuentes, toldos…, son elementos climáticos protectores.

 

La rehabilitación de viviendas puede hacerlas más eficientes, para lo que deben contar con ayudas de la Administración, mejorando el aislamiento y el consumo energético. Se entiende que las nuevas construcciones, según el Código Técnico de la Edificación y otras normativas recientes, tienen ya estas líneas incorporadas.

 

Y debe evitarse en los núcleos urbanos la presencia de césped artificial, un sucedáneo constituido por plásticos (que se irán degradando y dispersando como microplásticos) y que durante el verano aumenta considerablemente su temperatura (superior a 60ºC), contribuyendo al efecto de isla de calor, tan habitual en las grandes ciudades (alrededor de 5ºC por encima de los alrededores), que agrava la sensación térmica durante la segunda mitad del día.

 

Desde luego, el ámbito agrícola debe ser de los primeros en adaptarse, eligiendo especies resistentes a las sequías, diversificando cultivos, protegiendo los suelos y apoyando las explotaciones familiares; la gestión del agua la lleva muy unida, pues en la mayor parte de los países –y desde luego en España- el 80% de este recurso se dirige hacia usos agrícolas. Habría que revisar los regadíos ineficientes y la facilidad con que se han convertido cultivos de secano en regadío, en orden a asegurar el empleo racional del agua dentro de una nueva cultura, consciente de que no se trata de un recurso ilimitado y que su disponibilidad será cada vez más incierta.

 

El sector pesquero también tendrá que adaptarse, de hecho, algunos bancos se han desplazado hasta 1.000 kilómetros de su posición habitual, generalmente hacia el norte. Las prácticas sostenibles y de conservación frente a los grandes buques esquilmadores, son imprescindibles, junto a una reducción de la demanda dentro de dietas con mayor presencia de alimentos vegetales.

 

La adaptación debe llegar también a las costas, que irán sufriendo los efectos de la subida del nivel del mar (por dilatación térmica y fusión de los glaciares continentales) y los fenómenos costeros más agresivos. Debe evitarse la construcción en la primera línea de playa, afortunadamente parece que ya en desuso, mientras que diques, rompeolas y espigones pueden protegerlas temporalmente. Para España, con sus 3.900 kilómetros de costa supone un importante desafío, si bien los archipiélagos índicos y pacíficos (Maldivas, Tuvalu) presentan peor pronóstico al encontrarse su superficie prácticamente al mismo nivel que el océano.

 

Deben revisarse cuidadosamente las construcciones, permanentes y temporales, que se encuentren en barrancos, ramblas, antiguos cauces…, zonas inundables en general, prohibiendo las nuevas y procurando desplazar la población hacia zonas seguras. Esta medida puede ser inmediata en algunos casos; en otros, por afectar a comunidades mayores, llevará más tiempo, aunque en general debe constituir una medida prioritaria. Las zonas de riesgo tienen que encontrarse lejos de los núcleos habitados.

 

Igualmente, se deben restaurar los ecosistemas, pues de su equilibrio depende nuestra pervivencia. Los bosques deben respetarse, no sólo por representar importantes sumideros de carbono, sino porque de su integridad depende nuestra salud: de lo contrario, organismos patógenos y parasitarios se acercarían peligrosamente al medio humano. Conservarlos también supone prevenir los incendios estivales, que en las circunstancias climáticas actuales se les clasifica como de sexta generación, propagándose con una intensidad desconocida. No se trata solo de disponer de medios adecuados de extinción, sino de vigilar el estado de los montes desde el invierno, evitando inútiles materiales combustibles. Tanto para la crisis climática en

general como en todas las áreas ambientales, prevenir reduce costes, sean económicos, sociales, sanitarios o ecológicos.

 

Precisamente, la adaptación debe llegar también a los Sistemas de salud. Durante las olas de calor o episodios de altas temperaturas escucharemos que algunas personas fallecen por golpes de calor, creyendo que a ello se reduce el balance global de mortalidad, cuando se trata solo de accidentes. El calor mata anualmente miles de personas, generalmente por agravamiento de patologías previas, lo que requerirá una formación especial de los profesionales sanitarios (urgencias, médicos de familia) para detectar este nuevo perfil y hacer llegar las recomendaciones oportunas a la población en riesgo.

 

Por otra parte, las temperaturas benignas propiciarán la propagación de especies y plagas invasoras en la medida que encuentren hábitats apropiados para su reproducción. Sabido es que las especies invasoras suponen la segunda causa de pérdida de biodiversidad global tras la destrucción o fragmentación de hábitats. Mas, entre los nuevos visitantes preocupan los mosquitos y los organismos que transportan. El ciclo de vida de los mosquitos “comunes” puede verse alterado, acortándose y aumentando las picaduras, aunque preocupan especies, como el “mosquito tigre”, originario del sudeste asiático que puede transmitir enfermedades como el dengue, zika o chikungunya. De igual o mayor gravedad son los mosquitos que transmiten el virus del Nilo, que comenzó a detectarse en zonas de Andalucía. El control de reservorios y larvas se hace necesario, mas, de nuevo, la naturaleza puede venir en nuestra ayuda.

 

Ante las plagas de topillo campesino, que afectaban seriamente las cosechas en ciertas zonas castellanas, la primera medida consistió en esparcir venenos, con lo que no solo morían los topillos sino otras especies benéficas, incluidas sus controladores. A través de profesionales conservacionistas se creyó conveniente promover sus depredadores naturales, y así se colocaron cajas nidos para lechuzas y otras rapaces con muy buenos resultados.

 

De manera similar, deben favorecerse aquellas especies que controlen las poblaciones de insectos, especialmente mosquitos. Comenzando con sus larvas, presa de algunos peces especializados, como la gambusia, siguiendo con anfibios y reptiles y continuando con las aves y mamíferos, destacando entre estos los murciélagos, no siempre bien apreciados, pero excelentes aliados, pudiendo devorar medio millón de mosquitos por temporada. Y entre las aves sobresalen los hirúndidos (vencejos, aviones, golondrinas), preciosas joyas aéreas, y también con millones de insectos devorados. La insensatez humada está llevando a destruir lo que nos protege (comenzando por el propio clima), así en las fachadas de los edificios urbanos, por aparentes motivos de estética, hemos destruido muchos nidos de avión común, una hermosa y eficaz ave insectívora.

 

En el ámbito industrial deberla continuarse trabajando en la captura y fijación del dióxido de carbono, pareciendo bastante prometedora la conversión de este producto en grafito. No obstante, se debe estar atento porque, como ocurre con el reciclaje, a veces la recuperación de un subproducto supone una coartada para seguir produciéndolo, y hoy todos los esfuerzos deben encaminarse a la reducción de sus fuentes. Para la necesaria transición y algunos usos esenciales, evitar que las emisiones se viertan a la atmósfera supone una estrategia necesaria, aunque el objetivo final sea su eliminación.

 

Finalmente, una de las mejores vías de adaptación se encuentra en la (re)naturalización del medio urbano. Muchos especialistas hablan ya del Trastorno por Déficit de Naturaleza (TDN) y aunque pueda suponer un concepto confuso, los datos muestran que en las proximidades de parques y zonas naturales disminuye el riesgo cardiovascular, se reducen

las situaciones de violencia y la recuperación de los convalecientes se acelera. Todos conocemos los beneficios de las plantas (más de su parte aérea y menos de la subterránea, aunque igualmente importante), reconociendo que los troncos son dióxido de carbono fijado. Naturalizar la ciudad supone recuperar espacios baldíos y utilizar los urbanizados para multiplicar el arbolado (que debe plantarse con criterio), recuperar cursos de ríos, extender parques y huertos, y promover las terrazas (horizontales o verticales).

 

La regla 3/30/300 puede constituir un objetivo: 3 árboles, al menos, al salir de casa, 30% de superficie vegetal en la ciudad y parques a 300 metros del domicilio. Deberían predominar las especies autóctonas e incorporar contenidos didácticos para que el paseo, especialmente en la población escolar, pueda tener un carácter formativo.

 

La naturalización nos sitúa ante una gran oportunidad y es la de establecer una nueva relación con las plantas y, en general, el mundo vivo. A todos parecerá muy bien el incrementar las zonas vegetales, pero se continúan viendo como un agradable decorado, mobiliario verde urbano al fin. Sin embargo, se trata de redescubrir que el árbol es un ser vivo, admirable y portentoso, y que naturalizando estamos promoviendo la vida, una vida de la que somos partícipes. El sentido de fraternidad universal debe alcanzar a árboles y plantas, considerándolos entre nuestros vecinos. Su humildad lleva a que apenas nos fijemos en ellos, salvo si experimentan algún cambio sustancial, como una poda o la época de floración. Pero ese árbol que está a la puerta de la casa y acompaña nuestra calle, es parte del vecindario y, cuanto menos, deberíamos saber sus nombres y dedicarles una mirada de gratitud y reconocimiento, de manera que la clave del cambio se encuentre en este nuevo enfoque, que nos vincula con la trama de la vida frente a la vieja concepción “aquí los humanos, allí la naturaleza”.

 

Y, en todo caso, ayudará a la adaptación la participación de la ciudadanía para que las medidas no las tomen solo los técnicos, sino que puedan ser enriquecidas y acompañadas por la población. La educación, jugará un papel esencial para comprender este nuevo contexto y cómo se actúa colocando la salud y la naturaleza en el lugar que le corresponde. Así ayudaremos a la transición ecológica, incorporando valores y no solo servicios frente a la crisis climática, colaborando en la construcción de un mundo más justo, fraterno y sostenible.

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